Heredé
de mi abuela el gusto por las plantas y el tejido crochet. Por el olor a pan
casero en la cocina y las tortas fritas de grasa. Por las cosas hechas en casa,
que no se pueden comprar en ningún lado. Mis hermanas también heredaron cosas
de la abuela: una la cocina, otra la habilidad para limpiar a fondo, otra la
meticulosidad y el orden, otra la costura, la mayoría el carácter de mierda o
una combinación entre el carácter de mierda y un carácter más dulce. Así era mi
abuela: una mujer dulce que si se enojaba era de temer. Pero tenía una
debilidad: los hombres. Jamás usó pantalones. La palabra de un hombre ( y su
voluntad) era palabra santa. Esto, por suerte, ninguna de mis hermanas heredó.
Si
nos uniéramos las cuatro en un solo cuerpo seríamos la ama de casa perfecta,
esa que mi abuela se esmeraba en hacer nacer en cada una. Pero nada. Las
“chinitas de mierda” no querían saber nada con esa versión pasteurizada de la
señora de falda a la rodilla, blusa abotonada hasta el cuello, enagua y una
sonrisa de orgasmo recién experimentado al lado del lavarropas nuevo. Sí,
esas publicidades dan un poco de miedo.
Durante
mucho tiempo quise escribir una novela sobre mi abuela. Material hay de sobra.
Una vez, enojada con la gente que la rodeaba imaginé una novela titulada
“La gallina de los huevos de oro”, en la que la gallina era mi abuela. Otras
veces era una versión de La fuerza del cariño, y se necesitaban por lo
menos diez películas para presentar a todos los personajes, entre hijos,
nietos, hermanos, padrinos, compadres y comadres. Sería más la Comedia
humana de Balzac que La fuerza del cariño. No había problemas de
fertilidad ni en los abuelos, ni en los hijos, ni en los nietos. Tampoco en los
compadres y comadres. Mi abuela tendría incluso un origen casi mítico: hija de
un matrimonio ilegítimo, nunca supo quienes eran sus padres, aunque sospechaba
que vivía con ellos en la misma casa, en la que ella trabajaba desde niña
haciendo tareas de campo como ordeñar vacas y degollar pollos. Tenía el
apellido de su “madrina”, la mujer que la había cuidado desde pequeña. El
apellido de su padre era Cisneros: nunca faltó el que la asociara con el virrey.
A ella le gustaba creerlo, sin saber por qué. A los 18 años obtuvo otro
apellido, el de su marido italiano, que hablaba torpemente el español. El tano
le mostró que en su casa no faltaba nada, excepto ella (frase robada). Y ella
aceptó. Y la llenó de hijos.
Esa
sería la sinopsis del primer capítulo.
En
las casas donde vivimos con mi abuela siempre había plantas, jardín y patio.
Tal vez trataba de llevar el campo a la ciudad. Rosales, limoneros, árboles de
ciruela, mandarina, higos, jazmines, laureles, hortensias, papas, tomates,
pimientos. El árbol de ciruela era saqueado a menudo por vecinos y paseantes no
identificados. El árbol se caía de tantas ciruelas que daba, comíamos tantas
ciruelas que nos dolía la panza. Algunos le pedían a mi abuela las ciruelas,
que se asomaban tras un alto tapial, y ella les daba con gusto. Otros la
entretenían con preguntas y chismes mientras alguno se metía a robar. Es que a
ella siempre le gustó charlar. En otra casa teníamos un limonero que nunca
había sido podado y se metía en la casa de al lado, que estaba vacía. Los
vecinos y paseantes no identificados se metían en la casa abandonada y se
llevaban sus bolsas de limones. Nunca nos pusimos a venderlos, aunque a esa
edad nos hubiera venido bien algo de plata para salir el fin de semana. Pero
jamás tuve inteligencia para hacer plata.
El
limonero daba limones del tamaño de pomelos. Los de la vecina de al lado (del
otro lado) eran chiquitos, pero nunca nadie hubiera dicho que los limones de
esa casa eran chiquitos, como nadie hubiera dicho que en mi casa los limones
eran grandes como pomelos.
Mi
abuela, que quería sacarnos buenas amas de casa y esposas diligentes, madres
abnegadas y mujeres de rodete, me dijo, cerca de sus últimos años de vida “no
te casés, nena ¿para qué vas a renegar con un marido, con hijos? Disfrutá de la
vida, estudiá, así como vos querés". Yo le decía que nunca iba casarme y que faltaba mucho para que le diera nietos. En el momento sentí una
alegría enorme, como si hubiera triunfado. Por fin me había dado la razón. Y al
rato una tristeza igual de enorme. Mi abuela había renegado de su vida, parecía
que se había rendido. No tenía sentido hacer escarpines para los hijos,
pastelitos a los nietos y fideos amasados al marido. Ni esperarlos con la
comida calentita y la mesa puesta. O plancharle la camisa y coser los botones
flojos. Todo lo que ella hacía y había hecho había dejado de tener la menor
importancia frente a la supuesta libertad de no casarse.
Me
hubiera gustado decirle a mi abuela que las mujeres no tienen por qué renunciar
al hogar para ser "libres", que no es lo mismo hacer las cosas por
gusto que por abnegación o sumisión. Que no hay nada de malo en casarse, tener
hijos y tejerles escarpines. La libertad está en la elección, en el hecho de
elegir. También un varón puede elegir quedarse en la casa con los hijxs si es lo que quiere. "Las
cosas son así", "no queda otra" y frases de ese estilo son
detestables. No creo que esta sea una opinión conservadora, sino al contrario.
Ya me dirán qué opinan...
Tal
vez esa frase de mi abuela tuvo sentido para ella en esos segundos en que los que lo dijo. Tal vez sólo lo dijo para complacerme, aunque sonaron ciertas. Me
hubiera gustado tener esas palabras que no le dije -pero no las sabía.